Es indudable que estamos viviendo una época de profundos cambios a nivel social, intelectual y espiritual.
El progreso científico y tecnológico se ha acelerado de una forma tan espectacular que es casi imposible mantenerse informado y actualizado de las últimas novedades que acontecen en su ámbito. Los descubrimientos más notables y asombrosos han dejado ya de sorprendernos y llegan a formar parte de los hechos cotidianos.
Este fenómeno de aceleración nos obliga a un cambio fundamental en nuestra forma de pensar y a revalorizar nuestros principios.
El tiempo corre de prisa y no podemos abandonarnos a ensoñaciones estériles. Debemos despertar, aunque rehusemos hacerlo, a las inquietantes realidades de nuestro siglo. Debemos mirar de frente, poniendo pretiles a la imaginación, el devenir que nos depara este avance científico.
Mientras esta asombrosa e inquietante carrera tecnológica sigue su vertiginosa marcha, algunos comienzan a preocuparse por un tétrico futuro, consecuencia del mal uso de este vasto conocimiento. Ante este oscuro panorama la mayoría se adormece con la música estereotipada de la rutina y las pequeñas grandes preocupaciones cotidianas, pero otros, decepcionados por la vacuidad existencial, se lanzan a la conquista del ignoto universo interior.
Podemos rehusarnos a pensar, dar vuelta la cara y dar la espalda a la realidad. Pero eso sería contentarnos con una existencia vegetativa e infértil. Debemos vivir conscientemente, aunque vivir de esta manera cueste ímprobo esfuerzo.
Debemos buscar continuamente, aunque la búsqueda en ocasiones fatigue el alma.
El panorama de la humanidad se muestra oscuro pero, en lugar de lamentarnos, tratemos de ser, por lo menos, un humilde candil que haga menos tenebrosas las tinieblas de la noche.
Un mundo convulsionado. Una sociedad convulsionada y por ende individuos convulsionados.
Guerras epidemiológicas, venenos neurológicos, bombas de neutrones, armas absolutas. El planeta en la curva descendente de una elíptica dantesca. Y al final del recorrido ¿Qué?…
El desengaño por la ciencia ha venido fermentando desde hace mucho tiempo. Ya ésta no es, como lo fue antaño, la solución para los males de la humanidad. Por el contrario: “Hasta ahora la ciencia sólo ha servido para formar esclavos. En tiempos de guerra nos mutila y envenena. Durante la paz hace que nuestras existencias resulten inciertas y agobiadoras.
En lugar de liberarlos en la mayor medida de lo posible –para permitirles consagrarse a labores intelectuales- las ciencias han hecho de los hombres esclavos de las máquinas. La mayor parte de los obreros terminan desganados su larga y monótona tarea cotidiana. ¡Obras de maldición!”
Y no fue un poeta soñador e idealista, ni un místico enemigo acérrimo del progreso quien escribió estas palabras. Fue uno de los más grandes científicos y pensadores de nuestra era: Albert Einstein.
No obstante, debemos intentar tener una imagen optimista del futuro y no hundirnos en el caos inquietante de un apocalíptico escenario. Pienso que renegar de la ciencia no es una solución valedera, pero sí que es menester humanizarla, saturarla de amor para que no se vuelva contra el hombre.
No debemos tornarnos antiprogresistas pero evitemos que en el afán de progreso olvidemos nuestra esencia.
Se han derrumbado nuestras ilusiones de ver un edénico futuro basado en el progreso, pero, si un edificio se derrumba no nos quedemos mirando los escombros: con premura construyamos otro.
Escritor y periodista. Músico y artista plástico. Sensei de Ninjutsu. Director de Canon Magazine, Canon Conservatorio y Bonsai Center Argentina.