Filosofía antropológica cotidiana
En una época materialista y fríamente pragmática como la nuestra, parece exagerada e ilusoriamente utópica la sola idea de esas superiores capacidades. Por el contrario, nuestra sociedad tiende a transformar al individuo en un conglomerado indiferenciado de tendencias y gustos homogeneizados y pensamientos estereotipados. Todo aquel que se aparte, en actos o pensamientos, del molde preestablecido por la sociedad entra a formar parte de los inadaptados sociales o, en el mejor de los casos, de los excéntricos especímenes molestos de la comunidad.
En los anales místicos, metafísicos y filosóficos mucho se hace referencia a las posibilidades, casi infinitas del ser humano.
El valor del hombre, en nuestros días, está determinado solo por su capacidad productiva. El hombre, y la mujer, se miden no por sus cualidades objetivas sino por lo que pueden reportar al ámbito social al que pertenecen.
Pongamos, por ejemplo: alguien muy querido, caro a nuestros afectos, desgraciadamente fallece en un accidente, en el cual el responsable: un conductor ebrio de prisas, o de alcohol, pone fin a una existencia preciosa e irreemplazable. El valor de esa vida es, para nosotros, infinitamente incalculable y no existe retribución alguna que pueda compensar lo que nos arrebataron.
Tal es el valor que nuestros afectos otorgan a ese ser que ya no está a nuestro lado. No obstante, la ley que dictará justicia se manejará con parámetros muy diferentes: determinará, ante todo, la edad del fallecido, la productividad o actividad laboral que el occiso ejercía, estipulará si el mismo era sostén de algún familiar o no; es decir que analizará ante todo su capacidad productiva y, de acuerdo con ello, determinará el valor de esa vida. Tal dictamen, por supuesto, no concordará con el profundo sentimiento de pérdida que nosotros podamos sentir, porque, nuestra experiencia no pertenece a un plano legal específico, es decir, no se aviene a la medida con que la legalidad cotiza a un individuo pues, no se utilizan los mismos parámetros. Nos encontramos aquí con dos dimensiones diferentes, dos universos diametralmente distintos: el afectivo y el pragmático.
El afectivo, dirán los acérrimos materialistas, pertenece más al ámbito poético que al realista: “Un hombre vale por lo que tiene o produce”, afirman estos negligentemente, no obstante, esto tampoco se ajusta para nada a una realidad objetiva. La objetividad de este supuesto razonable pragmatismo se pone en duda cuando analizamos los juicios objetivamente y medimos con la misma vara y con las mismas reglas de juego de sus partidarios.
Verbigracia: Si usted por un lamentable descuido, tal vez pensando en este tema, atropelle con su auto a un peatón causándole la muerte, deberá indemnizar a los familiares del pobre hombre. Si el fallecido es un obrero de la construcción tendrá suerte, porque el monto que la ley determinará como indemnización no será demasiado exorbitante. Ahora suponga que, en lugar de un obrero de la construcción, la víctima sea un jugador de fútbol de la selección nacional ¿puede imaginarse lo que le costaría? O quizás, para su imaginable desgracia, el atropellado sea algún famoso, recalcitrante y berreador cantante profesional de rock, entonces su futuro económico se verá amenazado por negras nubes de caos y desastre. O lo que es peor, usted ya no tendría futuro económico alguno.
Entonces, uno se pregunta cándidamente: ¿dónde se ubica el valor objetivo del hombre?, ya que, de acuerdo a lo que se ve, no es ni en lo sentimental ni en lo productivo. O ¿no cree usted que un trabajador de la construcción, para seguir con el ejemplo, no hace algo más productivo para la sociedad que un jugador de fútbol o un cantante de rock?
Uno se hace cándidamente esta pregunta, dijimos, porque bien sabemos que la respuesta estará condicionada al hecho de que sea usted un fanático del fútbol, o del rock, o si es usted quien ha atropellado a alguno de estos personajes. La visión de lo justo o injusto dependerá de su posición en el escenario de la comedia (o tragedia) humana.
Sé certeramente que algunos dirán: “usted está metiendo en un mismo saco de ideas cosas completamente distintas”. Y es cierto, hay en todas estas disquisiciones algunos puntos diferenciales, a saber: Un obrero de la construcción, para seguir con el ejemplo, construye, trabaja con denodado esfuerzo y con el sudor de su frente se gana el pan cotidiano. Los personajes mediáticos aludidos anteriormente, pagan sus extravagancias y lujos con el sudor de la frente… ajena. Un obrero no tiene casi estudios, los otros ya mencionados tampoco.
Pero no se enoje, ni se deje llevar por las atrabiliarias nubes sulfurosas del fanatismo enceguecedor. Puedo reconocer el mérito allí donde lo veo, pero sinceramente, a veces me cuesta verlo.
Cuando veo, o más correctamente expresado, cuando escucho algún cantante famoso (muy famoso) ataviado con las galas de la mediocridad, desafinando y haciendo alarde de su incompetencia y que, no obstante, es idolatrado por las masas de fanáticos que adolecen de sordera crónica y pésimo gusto estético, dudo profundamente de la vara con que se miden los valores sociales. Cuando me entero, por las noticias, que un pintor, glorificado por la fama y cuyas pinturas valen millones de dólares, no fue capaz de distinguir una de sus propias obras de una falsificación, se confirman mis dudas de la coherencia de los críticos de arte al sobrevalorar la firma de un pintor mediocre.
Este artículo debió llamarse: “El valor de la mediocridad”, porque, en definitiva, es eso lo que analizamos o, más bien, contra lo que despotricamos.
Entonces ¿dónde ponemos la justamente ponderada espiritualidad del hombre y sus trascendentales capacidades? ¿en qué rincón de este universo de insensateces quedó oculta?
Debemos revalorizar la dignidad del hombre para no hundirnos en el abismo de la degradación inexorable. Debemos mantener viva la llama del espíritu para no sumirnos en las tinieblas de la ignorancia y la desolación.
No podemos poner en duda que estamos viviendo un proceso de transformaciones a nivel cultural y social. Estructuras establecidas antaño se derrumban y los valores tradicionales se consideran perimidos y sin valor.
Que todo este caótico sismo de valores y costumbres no nos conduzca a un inerme asombro e impotencia, sino que espolee nuestro impulso a continuar, con denodado esfuerzo, la lucha por el perfeccionamiento, la superación y por recuperar la dignidad humana.
Escritor y periodista. Músico y artista plástico. Sensei de Ninjutsu. Director de Canon Magazine, Canon Conservatorio y Bonsai Center Argentina.